jueves, 30 de abril de 2015

Por qué creo, por qué pinto. Parte 1.



Propongo desnudar mi trasfondo y postura como artista performer mediante una biografía resumida y la narración subjetiva de dos episodios catárticos de mi ideología personal, que considero detonantes de intenciones y creencias, así como mi cosmovisión personal decididamente cristiana.



Soy ferviente creyente desde la infancia. Desde entonces verdaderamente trato de poner en práctica los preceptos cristianos. Hacia los trece años de edad estudiaba educación secundaria en Camargo, Chihuahua. Tenía la particularidad de tener buenas calificaciones y mis amigos más allegados eran similares en ese sentido. Recuerdo en especial a uno de mis compañeros, de nombre Rubén Macías. Él era una persona de altas posibilidades económicas y con un gusto muy precoz por la lectura. Yo por mi parte también leía libros de temáticas inusuales para la edad tales como “Religiones, Sectas y Herejías” de J. Cabral (apologética bíblica), “Demonios, demonios, demonios” de Rita Cabezas (demonología), “La fe, lo que es” de Keneth Haggain, etc. Rubén y yo platicábamos animadamente cada receso, y en ocasiones, discutíamos acerca de diversos temas. El aspecto religioso no tardó en aparecer. Recuerdo que Rubén tomaba una postura “evolucionista”[1] y científica[2], mientras que yo tomaba mi postura como cristiano, y por tanto, “creacionista”[3] acerca del origen de la humanidad. Durante una de estas ocasiones llegamos a discutir tan acaloradamente y con tantos argumentos cada uno a su favor, que ambos dudamos de nuestras creencias. Ambos nos “tambaleamos” respecto a nuestra manera de pensar.



Esa noche fue para mí un tiempo de cuestionamientos e introspección. Recuerdo haberme encerrado en mi cuarto. Me sentía especialmente inquisitivo. Pensé que quizá yo mismo estaba dejándome llevar por las creencias que me estaban siendo inculcadas por mis padres, tal y como hacía el común denominador, sin cuestionar y sin pensar por mí mismo. –“Yo no quiero ser un borrego”- pensaba. –Criticamos mucho la tradición como motivo de hacer las cosas, pero tal vez estoy haciendo lo mismo– me repetía. –No quiero ser una persona que sigue a los demás sin preguntarse nada; no quiero actuar sin pensar-. Resonaban en mi mente las palabras de mi amigo, que me cuestionaba: -¿Crees en la Biblia como tu guía de vida? ¿Sabes cómo se escribió al menos?- Y si no… ¿por qué crees en ella? - ¿Te consta algo de lo que ahí dice? ¿Has visto a un ángel o algún milagro? Si no te consta nada de lo que ahí dice, ¿por qué crees? – Todas estas preguntas eran válidas. Al parecer estaba apostando mi vida y conducta de años cimentado en las enseñanzas bíblicas de la escuela dominical sin saber mucho más. Yo era un “borrego” más. Hay múltiples discusiones acerca del origen de la Biblia, de quien la escribió y de cómo aplicarla en la vida diaria. Hay millares y millares de personas que se adjudican poseer la verdad. ¿Yo cómo iba a saber si lo que estaba haciendo era lo correcto? ¿Cómo saber siquiera cuál versión de la Biblia era la correcta? No tenía manera de sentirme seguro de vivir de acuerdo a fundamentos existenciales tan inciertos. La verdad era que me estaba costando bastante ser cristiano. Yo tenía deseos de pelear, de experimentar con chicas, de decir groserías como todos. No lo hacía porque se me había enseñado que Dios estaba junto a mí y que veía lo que yo hacía. Yo no hacía nada que a Dios le desagradara. La Biblia era mi regla de vida. Debía honrar a mis padres y ellos opinaban que no era el tiempo de que tuviera “noviecitas de secundaria”. Mis razones para no “portarme mal” se resumían a la existencia de Dios y su amor. No se trataba de ningún temor a mis padres ni a posibles consecuencias de mis actos. A mi ver, sin el concepto de Dios, no valía la pena seguir ninguna regla moral. Este mundo es de quienes son más hábiles, tienen más conocimiento, más poder, más dinero. Sin Dios mi existencia se trataría de tener el mayor número de experiencias y placeres posibles aprovechando mi tiempo de vida. El materialismo y hedonismo serían la guía sin Dios. No parecería nada práctico ser empático en manera alguna a menos que me fuera placentero. Todo carecería de sentido para mí. Existían personas que no tenían la posibilidad y alcances que yo tenía como joven. Se portaban bien porque eran tímidos, no eran muy hábiles. No sabían pelear. En mi caso, mi único freno real era el concepto de la existencia de Dios. ¿Qué pasaría si me diera cuenta de que todo eso era mentira? Entonces estaría libre de experimentar cuanto quisiera sin ninguna restricción de ningún tipo. Subsistiría “mi carne” pura y desatada. 



Decidí que esa duda no podía quedarse dentro de mí. Tenía que comprobar si Dios estaba presente o no. La Biblia dice que Dios habla, que responde y que es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Era momento de poner a prueba tales aseveraciones. Si yo encontraba que Dios era una invención y que se trataba solo de un modo de contener a las masas, esa contención no podría aplicarse a mí. No la toleraría. Si de verdad había un mundo espiritual con ángeles y demonios, un cielo y un infierno, entonces mi manera de vivir debería seguir bajo el mismo rumbo y todavía volverse mejor. Comencé a orar. Hice todo lo que me habían enseñado para llamar a Dios. Me arrodillé, alabé, lloré conmovido. Se hizo tarde y yo estaba dispuesto a insistir. Tardé alrededor de dos horas y nada parecía suceder. Yo le estaba pidiendo a Dios concretamente que me hablara o se manifestara en algún modo que erradicara cualquier resquicio de duda acerca de su existencia. No quería que se manifestara de alguna manera que me dejara posibilidades de autosugestión o de confusión. Quería algo real, poderoso e indiscutible por mí. Fue entonces que la frustración hizo presa de mí. Nada pasaba. Tal vez era momento de cambiar. Dije en voz alta, rabiando de coraje: - Si estás ahí, Dios, pero no eres capaz de responder o simplemente no te da la gana hacerlo, entonces no me interesas como Dios – dije – Prefiero servirme a mí mismo o a quien yo elija desde mi deseo natural. A partir de mañana seré todo lo que puedo ser. Nada de restricciones morales, nada de ataduras de conciencia. Voy a disfrutar mi vida al máximo y si tengo que pasar por encima de situaciones o personas para hacer eso lo haré, solo porque puedo. Esa será mi nueva filosofía de vida.- Pensé en cómo estaría con una jovencita que me gustaba y que incluso me había pedido que fuera su novio, en cómo golpearía a un compañero que gustaba de fastidiarme, en cómo dejaría de obedecer a mis padres a mi antojo. Los podía engañar cuando lo deseara.



Estaba a punto de dormirme pensando en mi nueva vida sin restricciones cuando sentí que algo en el ambiente que no era normal. Se sentía una presencia muy fuerte que me hizo temblar. Sentía una reverencia extrema. Me desperté asustado. Acto seguido escuché una voz en mi mente, algo inexplicable. Era como si se tratara de un pensamiento que era tan fuerte y con tanto volumen que no podía sino escuchar en silencio. La voz me dijo: -Tomás, porque viste creíste, pero bienaventurado el que sin ver creyó - . Y eso fue todo. Me desmoroné y lloré alegre por espacio de media hora. No obstante la brevedad de las palabras, el peso y consecuencias que tienen en mi vida alcanzan hasta hoy. No había más dudas en mí. Estaba sirviendo a un Dios que sí hablaba, que me escuchaba y que sí veía. Mi conclusión personal fue que Dios sí estaba presente. Este Dios se manifestó aunque no le hablé con respeto ni reverencia. Las palabras que me dirigió están citadas en el libro de Hechos, del Nuevo Testamento, en la Biblia. Se trataba de la historia de Tomás, el discípulo incrédulo, que no creía a los demás discípulos que Jesús había resucitado. Desconfiaba debido a todo lo que había visto. Seguro fue testigo de las mentiras de varios de sus amigos. Era alguien que pensó al igual que yo: -“Hasta que no toque sus heridas y ponga mi mano en ellas voy a creer que ha resucitado” (Juan 20:24-29 RVA 1960) – decía. En otras palabras, aunque todos sus amigos dijeran lo que habían visto, él no les creyó hasta no tener una experiencia personal y directa con Jesucristo. A pesar de su actitud escéptica, su corazón era genuino y Jesús, sabiendo que Tomás necesitaba de la verdad, apareció delante de él y le dijo: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente(Juan 20:27 RVA 1960). Lógicamente Tomás creyó instantáneamente, cayó a tierra y exclamó: -¡Señor mío y Dios mío!-. Me di cuenta de que yo no solo me llamo igual que ese discípulo, sino que mi actitud había sido similar. Con todo, Dios no solo dio oportunidad a Tomás el apóstol, sino que también a mí me había dado una oportunidad de experimentar su presencia. Este fue un momento de catarsis, una epifanía que marcó mis acciones en un antes y un después. No recomiendo “retar” a Dios y amenazarlo con dejar de obedecerle. No serviría absolutamente de nada. Creo que en mi caso Dios vio que no tenía modo de saber la verdad y tuvo misericordia. Además, sin saberlo, cubrí los criterios de Juan 14:21, que reseña las palabras de Jesús diciendo: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (RVA 1960). En el momento en que yo estaba buscando respuestas conocía la Biblia, había tratado de dirigirme de acuerdo a sus preceptos con todas mis fuerzas y por lo tanto, en mi momento de duda, Dios se manifestó a mí. Esta es la razón por la que soy creyente. Es la razón por la que dedico mi obra artística a Dios y me agrada estar en espacios de iglesias. Es el lugar donde se adora al Dios que me respondió y que es real para mí.







[1] Basada en las teorías de Charles Darwin en su libro “La Evolución de las Especies” que sitúan el origen del hombre como parte de una evolución genética progresiva que permite la sobrevivencia de los organismos más adaptados a su ambiente.

[2] Es decir, sujeta a comprobación y experimentación.

[3] Se llama creacionista a la postura ideológica que sostiene que el hombre fue creado por Dios en el huerto de Edén y apoya el relato bíblico.

[4] “El llamado”, dentro de iglesias cristianas carismáticas neopentecostales, implica descubrir propósito específico de Dios en la vida de cada creyente.


[5] Unción es una señal que históricamente se usaba para la elección de reyes. El ritual consistía en que un profeta elegía a un joven y derramaba aceite sobre su cabeza. En ese momento, el Espíritu de Jehová descendía sobre esa persona y la capacitaba para ser un rey de acuerdo a Su voluntad. Era una señal inamovible. En la actualidad, la unción se refiere a un llamado específico que implica habilidades concretas y dones espirituales especiales. Ya no se realiza con aceite, pero sí se busca mediante oración y obediencia a Dios. Se manifiesta mediante los dones y resultados en las personas practicantes.

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